Por Paulina Carranco sábado, 28 de abril de 2018


La escuela como dispositivo reproductor de violencia legitimada: la responsabilidad del profesional de psicología


Como señala Bauman (2008), vivimos en un mundo de violencia legitimada. El Estado se ha arrogado el derecho a trazar el límite entre la coerción tolerable y la intolerable, derecho que es el objetivo de toda lucha por el poder. Históricamente, se nos ha negado el derecho a resistirnos a esa coerción, a cuestionar sus motivos, actuar en consecuencia o a exigir compensación. Alegando un “interés común”, el “proceso civilizador” consiste en hacer irrelevantes e inválidos los intentos de lucha, reduciendo al mínimo o eliminando por completo la posibilidad de disputar el límite entre la coerción legítima y la ilegítima fijado por el Estado.

Al interiorizar estos límites impuestos, vivimos permanentemente oprimidos y cegados a la condición de nuestra existencia, hemos naturalizado la violencia al grado que perdemos de vista que una vez que los actos “socializadores” son despojados de su envoltura conceptual, no queda nada que permita distinguir una trasgresión física de una que nos impone formas de vernos a nosotros mismos y al mundo. Tan es así, que hemos abandonado nuestra tendencia a ofrecer resistencia y nos hemos habituado ciegamente a compartir el mundo con aquellos que nos someten.

En el contexto escolar, como en todo ámbito de relación humana, se encuentran inmersas formas de relación legitimadas basadas en el poder y el sometimiento. Al respecto, Huerta (2008) plantea que la escuela, a pesar de alegar neutralidad, es un espacio reproductor de una estructura social demandante, ejecutora de poder, violenta e imposibilitadora de la igualdad social. De esta forma, las acciones pedagógicas que tienen lugar en la escuela logran interiorizar en los niños el orden externo en función de la clase dominante y de la arbitrariedad cultural mostrada como legítima. Se educa a los alumnos para reconocer a un poder impuesto, dominante y excluyente, representado por el profesor, los directivos de la institución o cualquier autoridad pedagógica. Es decir, todos aquellos avalados por el sistema social como los conocedores y los legítimos poseedores de la autoridad para evaluar, señalar y segregar. De este modo, la estructura de la escuela es un sustituto de la coacción física, pues impone un modelo social y cultural y además hace sentir, a través del ejercicio del poder y la violencia simbólica, superiores e inferiores a los individuos (Huerta, 2008).

Todas estas prácticas de violencia tolerable perpetuada por los opresores en todo contexto relacional, y, en específico, en el que se enmarca en el ámbito académico, encuentra justificación en el ejercicio de poder por excelencia que define en gran medida la condición de nuestra existencia: el concepto de normalidad. El uso de esta categoría y su uso como instrumento histórico para distinguir lo normal de lo anormal, encuentra su origen en el discurso médico, sin embargo, ha sido adoptado con vehemencia por los enfoques dominantes en psicología. (Foucault, 2012). Amparada con la complicidad de esta disciplina, los niños en el sistema educativo tradicional se encuentran sometidos a las prácticas y condiciones que la psicología absolutista propicia en sus contextos de relación.

Las problemáticas a la que se enfrentan los niños son “medicalizadas” y “psicologizadas” a través de un diagnóstico clínico que “utiliza un lenguaje basado en la deficiencia, que localiza los problemas en el interior del individuo y totaliza y estigmatiza la identidad del cliente bajo una categoría diagnóstica” (Morales, 2009)
Desde el inicio de nuestra formación como profesionales de la psicología, como es de esperarse en el ámbito académico y bajo las mismas condiciones que he referido con anterioridad, existe una marcada tendencia a ponderar las perspectivas, herramientas o técnicas que aseguren objetividad -e incluso neutralidad política- al analizar cualquier fenómeno psicológico. Aceptamos y hacemos propia el ansia de colocarnos siempre, como profesionales, en la posición de "aquel que sabe” frente al “ignorante”, del “completo” frente al “incompleto”, del “hábil” frente al “no hábil”, del “normal” frente al “anormal” y posicionamos nuestra visión del mundo como la “verdadera”, como si fuéramos capaces de asegurar la posesión de un reflejo incuestionable de la realidad.


Al igual que el relativista, que no pretende negar el valor pragmático de la verdad ni abandonar el uso del concepto, sino resignificarlo aceptando que lo único que podemos afirmar es que la verdad «es», pero que es «condicionada»; es decir, que siempre depende de un determinado marco de referencia (Ibáñez, 2014), adoptar una postura crítica frente al ejercicio de la psicología implica no olvidar que, como diría Bavčar (2014): “La percepción, por adecuada que sea, resulta siempre local y profundamente parcial” (p.55). Como señala Rodríguez (2012) el hecho de que una forma particular de considerar, entender y valorar asuma una posición hegemónica y un poder normativo tiene consecuencias importantes, ya que privilegia ciertos saberes y excluye formas de entender y describir el mundo que son contrarias a la “verdad” oficial. Suprime, también, cualquier actividad crítica que ponga en riesgo su hegemonía y limita nuestra capacidad para actuar al margen de pautas preestablecidas, de explorar y de enriquecernos por modos alternos de concebir la realidad social (Morales, 2009).
Resulta evidente que, como profesionales de la psicología, al igual que como seres humanos, llegamos a un mundo preconfigurado, que nos hereda determinada gramática (Mèlich, 2010) (lenguaje, símbolos, hábitos, valores, normas e instituciones) desde la que se nos instruye a abordar los fenómenos que nos ocupan. Sin embargo, no debemos olvidar que este complejo entramado de conceptos, inevitablemente anclados al contexto sociohistórico en que fueron desarrollados, caducan, y limitan nuestras posibilidades de actuación.

Si bien no podemos escapar a esta herencia, podemos renunciar a la pasividad que hemos adoptado frente a la eterna tensión que supone nuestra herencia y nuestro modo de administrarla, transformarla y renovarla, descubriendo nuestra posibilidad de intervenir en la construcción del futuro y la significación del pasado (Mèlich, 2010).

Como psicólogos, es nuestra responsabilidad mantener el dinamismo del proceso que implica resignificar nuestros conceptos, cuestionar los enfoques, defendiendo siempre la apertura a nuevas formas de relación con el otro, detener nuestra tendencia a intervenir en términos de regularización, legitimando conceptos y categorías que se convierten en pretexto para la segregación y, en general, hacer de nuestro ejercicio profesional un verdadero acontecimiento, que nos orille a una ruptura definitiva con lo anterior, a una confrontación radical con el otro y con nosotros mismos, hacer de nuestra profesión una práctica ética, que configure espacios de cordialidad que hagan posible una relación compasiva, una respuesta al dolor del otro.

Sólo de esta forma podremos generar propuestas verdaderamente alternativas, respetuosas de la alteridad y profundamente críticas respecto de nuestro papel como reproductores de una visión del mundo que tiende a violentar y estigmatizar a quien se atreve a retarla.



REFERENCIAS

Bauman, Z. (2008). La sociedad sitiada. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Bavčar, E. (2014). En la cuna del sol: diario de viaje a México. Diecisiete. Recuperado de: http://diecisiete.org/index.php/diecisiete/issue/viewIssue/11/14
Foucault, M. (2012). Cap. 1. El poder, una bestia magnífica. En El poder, una bestia magnífica. Sobre el poder, la prisión y la vida. pp. 29-46. Buenos Aires: Siglo XXI editores.
Huerta, A. (junio, 2008). La construcción social de los sentimientos desde Pierre Bourdieu. Iberóforum. Revista de Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana, 3 (5). Recuperado de: http://www.redalyc.org/pdf/2110/211015579005.pdf
Ibáñez, T. (2014). Adenda 3. Relativismo contra absolutismo: la verdad y la ética. En Anarquismo es movimiento. Anarquismo, neoanarquismo y postanarquismo. pp. 127-142. Barcelona: Virus editorial.
Mèlich, J. (2010). Ética de la compasión. Barcelona: Herder.
Morales, E. (2009) Herejías Terapéuticas: Un Acercamiento Construccionista Relacional a la Psicoterapia. En Temas de la psicología. pp. 121-14. Puerto Rico: Publicaciones Puertorriqueñas.
Rodríguez, A. (2012). Hacia una perspectiva biopolítica de la terapia psicológica: el funcionamiento de los dispositivos de poder sobre L., una niña agresora sexual. En: La biopolítica en el mundo actual: reflexiones sobre el efecto Foucault. Barcelona: Laertes.


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